jueves, 13 de diciembre de 2012

LA ESTIRPE DE JUDITH


La débil luz resbala sobre los cuerpos entrelazados y jadeantes. La figura se debate con una insospechada violencia, pero la resistencia finalmente cede y todo el esfuerzo se revela vano: la sangre fluye a borbotones dibujando evocadoras formas sobre las blancas sábanas que cubren el lecho. La oscuridad, repentinamente fortalecida, avanza por todos los rincones de la tienda. Cubre con un manto gélido cuanto encuentra a su paso y se adueña del hermoso rostro, ahora severo y concentrado, desterrando definitivamente cual-quier expresión infantil o simplemente despreocupada. Súbitamente se ha con-vertido en una mujer, una mujer con un destino marcado, con una misión. Una mujer que se afana por ejecutar con precisión su cometido. Mientras siente como la penetrante arma se hunde cada vez más y más en el cuello lacerado, en la herida abierta, como el hierro frío quema la carne virgen, la joven pone buen cuidado en evitar que la sangre manche su vestido nuevo. En el rostro de la heroína no hay remordimiento ni pesar. Su mano no vacila. Sencillamente está liberando a su pueblo del yugo opresor al que ella misma ha debido someterse. No sufre más que si estuviese degollando un cerdo.
Los primeros rayos de sol empiezan a filtrase por la ventana. De nuevo ha pasado toda la noche pintando y el alba la ha sorprendido con los ojos enrojecidos de tanto trabajar a la luz de las velas. Su esposo no habrá echado en falta su menudo cuerpo en el lecho. Está determinada a separarse. Aceptó ese matrimonio organizado un mes después del juicio sólo para complacer a su padre, para salvar su honor. No es un mal hombre, pero no le ama. Ocho años han bastado para comprender que no le amará jamás. Quizá sólo pueda amar ya a su arte; es más honesto abandonarle. Puede sacar a su hija adelante sola.
La pintora observa el enorme lienzo y siente una súbita punzada en los pulgares de ambas manos. Han pasado ya ocho años. No es más que un inoportuno reflejo de aquel dolor que la acompañó durante meses entonces. Meses en los que su proverbial fortaleza hizo que no se resignase a dejar de pintar, aunque apenas podía sujetar los pinceles entre los dedos torturados y sólo el láudano lograba calmar la angustia. Artemisia recuerda aquella otra versión mucho más modesta de la misma escena ejecutada ocho años atrás, pocos meses después del incidente. Recuerda las pinceladas violentas fluyendo con tanta furia como sus lágrimas de impotencia, los colores vivos, cegadores como las imágenes que aún no lograba borrar de su mente, las que le obligaron a rememorar una y otra vez, a describir con una crudeza brutal a lo largo de ese interminable juicio durado siete meses. Recuerda la humillación de verse sometida al atroz examen ginecológico y al ultraje de la tortura, de ver puesta en duda su palabra. Contempla el frágil cuerpo colgando de esas prodigiosas manos, reprimiendo los gritos y evitando las lágrimas, teniendo que demostrar su inocencia. Relatando una vez más la sórdida violación, la traición de aquel hombre que su padre había contratado para que ella pudiese estudiar pintura a pesar de su condición de mujer, que le cerraba las puertas de las academias de Bellas Artes. En lugar de callar su deshonra como tantas otras mujeres y niñas, había decidido denunciar a su agresor, y por eso había sido castigada.
Solo después de haber comprobado que su testimonio seguía siendo el mismo bajo tormento, el tribunal papal aceptó condenar al acusado. Una ridícula pena de un año de prisión y el destierro de los Estados Pontificios, mientras ella aún sufría las consecuencias del destierro de su propio cuerpo y de su pro-pia vida. Durante mucho tiempo, al mirarse en el espejo y verse reflejada en esa sensual hermosura que todos elogian con suspicacia, se preguntó quién habría sido víctima y quién verdugo, quién seductor y quién seducido.
Ya no duda. Jamás olvidará, pero ahora es capaz de pintar esa escena dentro y fuera de su mente con mucha más calma. Ya no es una chiquilla asustada, no es una inexperta Susana que intenta vanamente hurtar su cuerpo a la lasciva mirada de los viejos. Ha aprendido a arropar las pieles desnudas con tempestivas tinieblas y a esconder su dolor en las sombras. Ha aprendido a tomar las riendas, a hacerse señora de sí misma y a convertirse en una heroína bíblica como las que pinta con su propio rostro una y otra vez.
Recuerda la confianza puesta en su tutor, la puerta cerrándose tras él... Mira serenamente la decapitación y no es rabia u odio lo que siente. No busca venganza como todos creen. Esas mujeres valientes le recuerdan sencillamente que, por muchas veces que caiga, volverá a levantarse. Y aunque la oscuridad la circunde, la luz regresará con el nuevo día.

Finalista en el I Certamen de Relatos Cortos: Mujeres sin Fronteras
Del libro La imperfección del círculo de Salomé Guadalupe Ingelmo
Publicado por los Libros de las gaviotas

No hay comentarios:

Publicar un comentario