viernes, 15 de septiembre de 2017

CARTA DE AUTOPRESENTACIÓN A LA CIUDAD DE CARACAS


(Fragmento del artículo publicado en 1918)

            "Caracas, señora, tenga usted la bondad. La bondad de oírme estas dos palabras que le quiero decir".
     Soy un hombre de gustos difíciles porque soy un hombre de gustos intensos, casi voraces; pero me gusta usted. Me gusta usted, señora, por su clima, por su aire, que es como de seda, como de bálsamo, como de pulpa dulce de boca de mujer; por sus montes empenachados de bruma, de donde fluye, suave y melancólica, perenne onda de olvido, de quimera y de contemplación; por sus campos, tan suntuosos de frondosidad y de color, por sus casas bonitas, románticamente techadas de tejas; por sus caravanas de humildes y sosegados burritos, que pasan por sus calles como cumpliendo un rito nuevo -de bondad, de ironía y de perdón universal-, instituído por Anatole France; y, para abreviar, por muchas cosas más, entre las cuales no quiero ni puedo callar la fabla musical y los ojos matones de los venezolanas. ¿Qué demonios tienen, señora, esos ojos, para mirar así, con esas lumbraradas brujas que hablan a un tiempo mismo de austeridad y de dulzura, de suma ingenuidad y de comprensión suma?
     Y ahora, señora, oiga un poquito más la voz, la voz humilde de este hombresito gordo, y calvo, y un tanto estrafalario que la visita a usted.
     Vengo de Puerto Rico, donde he sido abogado por más de doce años. Allí estaba una tarde, solo ante mi pupitre, con mis papeles y mis pensamientos, cuando me dio de pronto en la cara una racha violenta de viento del mar y en aquella racha bebí no sé qué esencias, no sé qué efluvios raros de un nuevo plano, de una vida nueva. Sentí que por mis nervios y por mis huesos corría con más furia que nunca el afán viejo en mí, de no estancarme en la rutina sórdida del tonto gana-pierde de los papelotes y de los tribunales, y de ensayar al fin el atrevido salto que salvase mi alma del estancamiento de aquella rutina y que la devolviese al aire libre y al vaivén del azar. Yo no nací para abogado, si es que hay gentes que nacen para abogados... que yo creo que sí. Como abogado, mi opinión personalísima es que yo era uno de tantos. Las cuestiones de derecho, ni me entusiasmaban ni me preocupaban. Por encima de ellas me preocupaban y me entusiasmaban otras cosas; esas variadas, infinitas cosas que le arañan los nervios al poeta, al músico, al bandido, al santo, al financiero, al pintor, al filósofo, a todos los que viven el drama universal. La vida -la verdadera, la grande, la eterna- no la de ayer, ni la de mañana, sino la de hoy, la de ahora: la del viejo, del niño; del rico, del pobre; de la mujer, del hombre; y hasta del animal y la hoja; la vida mugriente, escuálida, haraposa, llagada y asqueante del trabajador, y la vida lozana, opulenta, ruidosa, gentil y radiante del parásito social: todo, en fin, lo que compone el anhelar y el zumbido de la colmena humana, me exaltaba, me embriagaba, me azotaba, me crispaba... me echaba del bufete. Y salté sobre mí mismo, cerré mi bufete, dije adiós, oí y desdeñé sanos y sapientes consejos, eché a andar... Y aquí estoy.
     Y esto es lo que yo quiero ahora que usted oiga, mi señora Caracas, muy serenamente. No vengo a enseñar, ni a deleitar, ni a sorprender, ni a pedantear, ni a currutaquear. Vengo a vivirla, vengo a exprimirla a usted -con sus hombres, con su panorama físico y moral- dentro de mi espíritu; y a exprimirme yo -con mis ansias, con mis dudas, con mis afirmaciones y negaciones, con mi borrachera de vida y mis visiones de poeta y filósofo a mi modo-; a exprimirme todo dentro de su grande y fina, pero un poco adormilada alma de usted.
     Usted me gusta mucho, pero no le oculto que creo, que espero, que yo le he de gustar mucho a usted también. ¿Y sabe usted por qué? Pues precisamente porque no le he de hablar de ninguno de los manoseados problemas de usted, ni tampoco de esas narcotizantes cosas relamidas y recalentadas de mero interés literario. Le he de hablar a usted del más acá y del más allá, del dolor y de la alegría, del tedio y del trabajo... De esas mil cosas que nos interesan y nos preocupan casi hasta el espanto y la locura, y que, por eso mismo, como para quitarles importancia, para engañarnos a nosotros mismos acerca de su inminencia y de su gravedad, hemos convenido en no mentar. Pero creo, señora, que, sobre todo, he de gustarle a usted porque le presentaré por vez primera, el caso de un orador sin oratoria, sin erudición, sin corrección, sin gramática, sin períodos brillantes melodramáticamente declamados, sin nada en suma de lo que se le supone a un orador o conferencista. Mi arte, mi secreto consiste en eso: en hablar con la suprema sencillez con que hablaría un salvaje, o un árbol, o una piedra; pues de la única cualidad sobresaliente que presumo, es de la falta absoluta de todo lo que pudiera hacer de mí eso que el vulgo llama “un artista de la palabra” o siquiera un “hombre de cultura”. No he leído casi nada: cuatro libros, y ninguno de ellos me interesó: dos, por estar conformes en un todo conmigo, y los otros dos, por no despertar en mí ningún resorte nuevo de curiosidad.  Si no teniendo nada de orador, ni de culto, ni de brillante, me lanzo a invitarla a que me escuche y a confiar en gustarle, no es sino porque soy un predicador, un sermoneador, un machacador de ilusiones, fantasmas y supersticiones, y sé perfectamente que a un sacerdote laico, como yo, enfervorecido de un místico y arrebatado amor a la vida y afanoso de desnudar su pensamiento, jamás, jamás, señora, lo ha oído usted, con esta voz, voz humilde, de este hombresito gordo y calvo y un tanto estrafalario...

Publicado en el blog nemesiorcanales
Compartido por Osvaldo Rivera

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