miércoles, 16 de agosto de 2017

ÑA SAYO


(Artículo de 1915) 

     Como ha estado lloviendo tanto en estos días, y no hay nada tan dulcemente evocador como la lluvia, yo he soltado mi espíritu y le he dejado en paz. Y sintiéndose suelto y en paz, mi pobre espíritu, como un viejo caballo harto de caminar, se ha ido a tender tranquilamente entre las húmedas y humildes florecitas silvestres de mis primeros recuerdos de niño.
     Y una de las visiones que ha venido, de las primeras, a ponerse delante de mis ojos, es la de un personaje de mi mundo de niño que se llamaba Ña Sayo. El otro día yo hablé de Mageño. Hoy quiero hablar también alguna cosa de la buena vieja, amiga de mamá, que lavaba la ropa en casa.
     No voy a contar nada extraordinario de Ña Sayo. Sólo voy a decir cosas pequeñas y vulgares. De esas cosas pequeñitas y vulgares de cuyo encadenamiento se va formando poco a poco, esta pequeña y vulgar cosa extraordinaria que llamamos la vida.
     Empiezo por declarar que desde que abrí los hermosos ojos a la luz embustera de este mundo, me topé con la larga, enjuta, arrugada y canosa figura de Ña Sayo, que fue, según creo, la persona que tuvo a su cargo la gloriosa misión histórica de lavarme los primeros paños. Yo le profesé enseguida una gran inclinación, porque ella era, entre todas las mujeres de mi casa, la que chillaba más al hablar. Mamá y ella sostenían a menudo acaloradas y trascendentales disputas sobre sus chapucerías de lavandera, y a mí me parecía que se acababa el mundo cuando hacía explosión y se quedaba con toda la casa la voz indignada de Ña Sayo. Estas fueron las primeras disputas humanas de que fui testigo, y debo confesar que, entre aquellas de Ña Sayo y mamá, que versaban sobre la ropa sucia, y las que hombres eminentes han sostenido luego ante mí -en el foro, en la prensa y en la cámara- sobre grandes asuntos políticos, económicos y sociales, me parecían y siguen pareciéndome más interesantes, sustanciosas y pintorescas las controversias de Ña Sayo y mamá.
     No se tome esto como alarde sarcástico de un escéptico. Es que en las disputas acaloradas de Ña Sayo y mamá, no se echaba mano -como entre los hombres eminentes- de engorrosas e imbéciles retóricas, ni había gestos y actitudes entonadas y estudiadas, ni se decían esas pedantescas, manoseadas y redondas frases de relumbrón de que tanto abusan las eminencias políticas de dentro y fuera del país.
     “Esta camisa, o este pantalón, o este calzoncillo, etc., no ha visto el jabón, y esto es un abuso de su parte, Ña Sayo, y usted demasiado sabe que cualquiera otra lavandera lo haría mejor, y yo voy a tomar una resolución...”, solía decir mamá. Oyendo lo cual, a Ña Sayo se le subía la sangre a la cabeza y daba un desaforado chillido y rompía a hablar. ¡Y quién me iba a decir entonces que esos discursos de Ña Sayo eran piezas oratorias de lo más selecto que estaba yo destinado a oír! Y era que en lo que decía ella había espontaneidad, y había sencillez, y había el colorido y el perfume naturales de un temperamento; y era que ni en su dicción ni en su más ínfimo ademán se descubría esa cursi afectación almidonada que echa a perder los más de los grandes discursos que luego he oído; y era, en fin, que en aquellos discursos, con todo y ser los de una pobresita lavandera, brillaban las cualidades excelsas de la buena oratoria, que no son otras que las que llevo enumeradas. ¡Oh, medias, calzoncillos, enaguas y pantalones, que sirvieron de fondo a las oraciones de Ña Sayo, obras de un arte oratorio, sabio y exquisito que todavía nadie ha sabido cultivar en Puerto Rico, tierra más que ninguna otra castigada por una campanuda, artificiosa, cursi, ramplona e insoportable garrulería!
     Pero está lloviendo, y mientras llueve, déjenme recordar que Ña Sayo lavaba en el Río Grande de Jayuya, junto a una gran piedra sobre la cual tendía un bambú principesco el finísimo encaje de su sombra. Y déjenme contarles que yo iba allí casi todos los días con Ña Sayo. Y mientras ella enjabonaba y lavoteaba, dándole fuertes golpes a la ropa sobre la piedra, yo, tendido cerca de ella, admiraba en silencio sus piernas (primeros misterios de un cuerpo de mujer que me pasaban por delante), y le daba conversación, y la buena vieja me contaba unos cuentos que me seducían, y entre el plácido rumor de las aguas y la voz de Ña Sayo, yo me quedaba bobo bajo la caricia inefable de aquel zumbido monótono y lento... y allá en lo hondo del alma sentía esbozarse, tímido, el capullo de mi primer amor.
     Vieja, pobre y humilde Ña Sayo: hoy, desde su pupitre, un hombresito gordo y calvo que te acompañó en el río hace ya mucho tiempo y que fue tu amiguito, te dice adiós; y al decirte ese adiós se ha conmovido tanto, y se ha sentido tan triste y tan viejo y tan miedoso de la vida, que se ha puesto a llorar...

Publicado en el blog nemesiorcanales
Compartido por Osvaldo Rivera

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