lunes, 24 de abril de 2017

CARPE DIEM


El poeta Horacio debió escribir aquel día a su amiga Leucone: “…carpe diem quam mínimum crédula postrero…” y los historiadores recogieron el guante traduciéndolo al español como: “aprovecha el día, no te fíes del mañana”. Otros, más barrocos, románticos o renacentistas, podrán encontrar otra punta de la frase “carpe diem” y la compusieron literalmente como “vive el momento”. Pretenciosa actitud de negarle a la vida el tener que confiar menos en el mañana y disfrutar cada instante del presente. Porque el tiempo pasa y el mañana llega sin darnos cuenta.
Cándidamente negamos el “momento mori” de la sentencia latina que nos recuerda que habremos de morir. Y es cierto pensar que la muerte es la única certeza que nos asegura la vida. Todo lo demás no lo sabemos o no lo queremos imaginar ni atrevernos a conocer.
Sin embargo, hoy la muerte ha llegado a golpearme las palmas de las manos cuando retuve el cuerpo inerte de mi perro, ya viejo y achacoso. Lo escuché gemir y cuando salí a su encuentro, lo vi tendido a lo largo sobre la tierra en el gesto estoico de un guerrero agonizante después de la batalla. Apenas movía una de las patas y al acercarme, alcanzó a levantar la cabeza para regalarme una mirada triste de despedida o quizás, para disculparse por no poder ofrecerme un mañana.
Lo retuve entre mis manos como si pudiera insuflarle vida. Como si con ellas pudiera retener su alma para que no se le escape del cuerpo enflaquecido por los años. Él, Homero, nuestro perro, permaneció en silencio mirándome cargado de recuerdos y miles de afectos alimentados por más de quince años juntos. Compartimos el mismo hogar, al cubierto del mismo techo. “Los perros no viven tanto tiempo” me dijo la veterinaria la última vez que vino a revisarlo. Y sí…, todos suponíamos que algún día Homero habría de morir.
Si lo mismo habrá de pasarnos a cualquiera de nosotros, él no tenía por qué resultar ajeno a la sentencia. “Carpe diem momento mori” debí recordar el instante en que la vida de mi amigo se me escurría entre los dedos que acariciaban su pelaje marchito. Lo que no podré olvidar es el calor de su cuerpo; latía despacio y en sus ojos tibios la mirada triste que suelen tener las despedidas del para siempre.
Hoy la muerte, así chiquita, sin mayúsculas, la dueña de todas las vidas, vino a llevarse a Homero. A ese pedazo de mi vida que de cachorro aceptó su nombre en honor al poeta griego, como si desde tiempo atrás lo conociera. La gran diferencia en sus dignidades es que este Homero era mi perro, el perro de la familia, el amigo con quien nos fuimos poniendo viejos a distintos ritmos y a un mismo amparo. No quisimos darnos cuenta del paso del tiempo y lo creímos eterno.
Los recuerdos, llegados desde quince años atrás, me golpearon el pecho. Lo imaginé otra vez cachorro y travieso. Inteligente y valiente. Noble como cualquier amigo bueno. Al verlo así, sin mayores esperanzas, no pude soportarlo y cuando la muerte me lo arrancó definitivamente de las manos, rompí a llorar en silencio.

Eduardo Jorge Arcuri Márquez -Argentina-
Publicado en suplemento de Realidades y ficciones 72

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