jueves, 28 de noviembre de 2013

HERRANT


Jamás había oído hablar de la historia del rayo verde hasta que conocí a Herrant. A él se la contó el profesor de anatomía artística, pero me confesó que, aun sin saberla, la intuía desde hacía mucho tiempo. Por lo visto, el grano de sal que el cura le puso en la lengua a los pocos días de nacer era verde y resplandecía de forma extraña. Y no lo intuía por tener buena memoria (imposible hasta ese punto en un recién nacido), sino porque la sal debió de modificarle las células de la lengua e imprimirles, para más adelante, reflejos verdes.

A los diecisiete años, cuando supo lo del rayo, el sabor salado le vino a la lengua y le habló claramente como una letra.

Esperábamos ambos en el malecón, tendidos en el carrito, el rayo verde.

El sol se volvió rojo, cada vez más rojo.

Luego comenzó a achatarse.

Y, de pronto, en la nube blanca, el rayo verde corrió con claridad y rapidez, él solo, hasta el límite del cielo.

Era de un verde tan intenso y puro que habría podido figurar en el apéndice de papel vitela de los manuales de física.

- ¡Herrant! - le grité -. ¡Herrant! ¡El rayo verde!

Silencio.

- ¡Herrant!

Cogí el espejo para mirar a Herrant. El egipcio dormía. Era inútil despertarlo. El rayo verde se perdía en el espacio viajando hasta otro Herrant que, enfermo desde hacía ocho años, con seguridad esperaba también verlo para formular en ese momento su gran deseo.

Herrant quería haber gritado, para estar más seguro de su deseo:

─Quiero levantarme, andar.

Volveremos mañana a acechar el rayo.

MAX BLECHER -Rumanía-
Publicado en la revista Un día es ágora

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