martes, 13 de marzo de 2012

POESÍA AFGANA MIRZA RACHAN KAYIL

Por Juan Cervera Sanchís-México-

En Afganistán hay dos clases de poetas: los shair y los
dumos, lo que es igual a decir los bardos y los trovadores.
Los primeros pueden considerarse como los ilustrados, los
segundos son genuinos poetas populares, que cantan en
putchú, dialecto derivado de la lengua persa y que es en
realidad el idioma del pueblo. Cuentan que al oír hablar
por primera vez la lengua putchú, el profeta Mahoma dijo:
“-Deben hablar afgano en el infierno.”
No cabe duda de que no exageró, pues quienes conocen
a fondo esa lengua piensan que a través de ella se puede
expresar el fuego del amor quizá con más fuerza que en
ninguna otra. Tan es así que la poesía afgana tiene coincidencias
con “El Cantar de los Cantares” de Salomón. Al decir de
Adolfo Thalassó, “esta poesía es la más voluptuosa de todas
las poesías asiáticas.”. Y más: en tanto que la poesía árabe
e hindú miran el alma y las poesías armenias y persas se
insinúan hacia el corazón, la afgana no se dirige al corazón
ni al alma, sino que se enfila directamente a la carne. Así es,
esta poesía se endereza hacia los sentidos poniendo en la piel,
según Thalassó, “su escozor de catárida”.
Debemos acentuar que los poetas dumos son iletrados. La
mayoría de ellos apenas si saben escribir y se nos dicen en
su salvaje y seductor idioma con enfebrecida intensidad
desacostumbrada. Estos poetas no publican sus versos sino
que los van diciendo de pueblo en pueblo y ciudad en ciudad
animados por la música del retab, la guitarra afgana.
Los dumos hacen de la poesía su modus vivendi y se dejan
seguir por sus discípulos o novicios a los que transmiten sus
composiciones en forma oral.
Mucha de esta poesía de los dumos se ha perdido. No existe
en todo Afganistán ninguna recopilación de estas musicales
y apasionantes composiciones. Hay una colección única y
publicada en Occidente. Es la James Darmesteter y a ella
hemos acudido para hacer este pequeño ensayo dedicado
a nuestro admirado Mirza Rachán Kayil, quien cantara a la
mujer amada de esta manera:

“Bien sé que eres bella como Kachemira al rayar el sol, /pero
no tengo celos de ti, ¡oh pérfida Kharó!,/ ni del amante que
te prendó y que esta noche tomará/ mi lugar en tu lecho./ Por
eso puedes invitarme a tu gaudemus, a tu holgorio vesperal.../
Porque.../¡Yo ya estoy impregnado del olor de tu cuerpo!”

Rachán Kayil está considerado como el más grande de los
poeta afganos. Él, contrariamente a lo que suele suceder con
los demás dumos, fue un hombre excepcionalmente instruido
y de alta inteligencia. Nació en Kachemira (1850) de padres
musulmanes. Su verdadero nombre fue Hussein Izzat Rafí.
Llegó muy joven a Kabul, la capital de Afganistán y allí se
hizo famoso como poeta dumos cantando por plazas y mercado
sus “car baítas”, especie de cuartetas:

“Nada temas. Yo llevaré la ambrosía para yantar;
yo llevaré el néctar para libar...
Las caricias marchitan el vientre
y los besos las gargantas resecan.

Yo te cantaré mis más hermosas baladas,
esas que tú compraste a tu mendigo de amor
con los diamantes de tus lágrimas,
las perlas de tus sonrisas y los rubíes de tus labios.”

Para Rayán Kayil no hubo otro motivo para el canto que
la mujer amada. Toda su poesía, al menos la que ha llegado
hasta nosotros, es, verso a verso, un canto de amor, a ese
amor siempre impregnado del olor del cuerpo de la amada.
Mirza, título que se le da a Rachán, quiere decir príncipe,
pues él era un príncipe del amor, aunque no fuese de origen
noble, un príncipe que hablaba brillantemente, que esto quiere
decir su nombre (el que habla brillantemente), es decir Kayil,
vocablo árabe, y la palabra persa Rachán.
Todos los poetas dumos suelen, al igual que los monjes, adoptar
un nuevo nombre al consagrarse por entero al arte poético y
es que, la poesía, en Afganistán, es una religión que canta a
la carne estremecida frente a la emoción de la amada:

“Y verás, cuando yo te sirva, palpitante aún,/ todavía cálido,
todo suplicante,/ mi corazón al que tus desdenes han transformado
en kebap./ Y para calmarte la sed te serviré en un cántaro,/
en lugar de leche cuajada,/ toda la sangre de mis venas, que
consiento/ vaciarlas como prueba de mi amor por ti.”

Estos cantos de Rachán Kayil, donde se nos dice que el
corazón se ha transformado por los desdenes de la amada
kebap, es decir, en cordero asado y, donde para calmar la
sed de la amada, el amante esta dispuesto a ofrendar su
sangre, es, sin duda, un modo de ver el mundo muy peculiar,
el mundo del amor, que se transforma en templo y sacrificio.
Pero este sacrificio es enteramente carnal y frenéticamente
sensual y colorido:

“Olor hecho de miel, de sándalo, de leche/ y de agua de rosas,/
con el cual se confunde la humedad que rezuma/ tu piel en los
transportes del amor,/ igual que ámbar líquido...Porque.../
¡Yo estoy impregnado del olor de tu cuerpo!”

Y es que el amor lo es todo y de él nos dice Rachán Kayil:
“Es la más bella irradiación de Alá sobre la tierra.” Y canta:

“Después de haber creado el fuego, el agua, la tierra/ y el
aire, quiso Alá crear un elemento en que se/ sumaran todos
aquellos. /E hizo el amor./ El amor, el amor, que es más veloz
que el aire,/ porque el pensamiento del amante corre hacia/
donde se halla la prenda del deseo,/ no importa que se
encuentre en el fin del universo.”

Y la amada, que lo es todo para Rachán Kayil le hace decir:

“La voluptuosidad de tus caricias es más profunda/
que los mares océanos, y el amante,/ del brazo de la
bienamada, se sumerge en un piélago de felicidad./
Porque el deseo enciende los sentidos como una llama,/
como el fuego de los celos quema los párpados,/ como
la hoguera transforma en pavesas la separación material/ de
los corazones amantes.”

Y el poeta habla de sí mismo, ya en la cúspide del canto
amatorio: “Porque Rachán Kayil, como los demás hombres,
lleva en el corazón ese elemento que se compendian los demás.”
Y así surge la universalidad enamorada en la voz-alma del
poeta que, como auténtico dumos, canta siempre en él y por
los demás. E insiste:
“El amor es la irradiación más bella de Alá sobre la tierra,/
porque sus deliquios voluptuosos, a pesar de ser cortos,/
encierran en sí, cada uno de ellos, toda una eternidad.”

Y la eternidad, así como la presencia palpable de Alá, buscó
siempre Mirza Rachán Kayil en el acto amoroso. Cada uno
de sus poemas puede considerarse como un estremecido acto
de amor. El poema en sí era para él como un santo orgasmo
y a poesía era su gran amada, pero ni el poema ni la poesía
son posibles sin antes beber en la fuente del amor, que era,
para Rachán, la mujer:

Recogeré de tus senos, oh amada, todas las flores/ que
comienzan a desprenderse: narcisos, violetas, rosas...

Rachán Kayil murió inédito. Lo que conocemos de su obra
se publicó después de su muerte, que acaeció el año de 1901
al verse complicado en la conjura tejida por Babis en Teherán
contra el Sha de Persia. El poeta fue hecho prisionero, juzgado
sumariamente y condenado a la horca. La ejecución de la
sentencia se llevó a efecto tres horas después de haber sido
pronunciada. Moría Rachán Kayil, pero su poesía comenzaba
a vivir, desde entonces, mucho más intensamente.

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